Cuántas veces nos hemos preguntado cuál será nuestra misión en la vida, cuando ya desde la infancia hemos descubierto que tenemos determinada vocación y poseemos además, todas las aptitudes que esta requiere. Lamentablemente, suele ocurrir que las exigencias de la vida y las expectativas de los demás sobre nosotros, ejercen tal presión que nos obliga a renunciar a nuestra vocación y resignarnos a vivir anhelando un sueño frustrado.
Pareciera que aquello que más nos apasiona, está por alguna razón o circunstancia, siempre fuera de nuestro alcance, y aunque suspiramos y nos soñamos inmersos en el motivo de nuestra pasión, no vemos la forma de concretar tales sueños. Esto se debe a que tenemos esperanza de lograr aquello que anhelamos, es decir, esperamos tener la suerte de que llegue el afortunado y milagroso día, pero resignados de antemano a que es sólo un sueño y nada más. La fe en cambio, es la certeza de que vamos a obtener aquello que tanto añoramos sin lugar a dudas, como quien espera recibir en cualquier momento la mercancía que ya pagó y se regocija mientras hace los preparativos necesarios para la entrega.
Quien vive con esperanza, vive pidiendo y soñando, pero quien vive con fe, vive agradeciendo y planeando. La esperanza es pasiva y la fe es activa. La diferencia es sutil, pero trascendente.
Lo que más disfrutamos haciendo es aquello para lo que nacimos, nuestro propósito en la vida, por eso, en vez de seguir preguntándonos cuál será nuestra misión, preguntémonos qué estamos haciendo cada día por seguir nuestra vocación y obtener de ella el sustento, pues lo que hagamos con alegría y fervor, siempre estará bien hecho.