Sería fabuloso tener un registro de todos los perros callejeros que desde sexto de primaria he reubicado de la calle a un hogar.
Recuerdo que siempre llevaba en la mochila, entre mis útiles, un lazo para amarrar y llevar a casa al próximo candidato para adopción, que en promedio era un perro cada semana. Grandes, pequeños, cachorros, viejos, hembras, machos, juguetones, apacibles, de todas las variedades, siempre ocurría que con sólo mirarles, ellos correspondían mi mirada y comenzaban a acercarse en actitud suplicante y sumisa, y tras la primer caricia que les hacía, se formaba un fuerte vínculo de confianza; la sensación de verles refugiarse en mis manos y de permitirme manipularlos como si me conocieran de toda su vida, siempre me produjo una alegría inmensa; sólo los ataba por seguridad al cruzar las calles, pues voluntariamente comenzaban a seguirme.
¡Ah que tiempos esos! Jamás olvidaré todos los castigos y regaños que tuve que soportar durante tantos años y el nerviosismo de contar con unas cuantas horas para conseguir un hogar a cada perro, pues cada vez que recogía alguno, iniciaba el reto de llegar a casa, alimentarlo, bañarlo y salir a conseguirle un hogar, pues debía estar de regreso en casa antes de las 6:30 pm, hora en la que regresaba del trabajo mi padre y si me encontraba cualquier animal, era castigo seguro. Pero puedo decir con gran satisfacción que valió la pena, cada regaño, cada castigo, cada puerta a la que toqué, cada persona a la que le ofrecí adoptar, cada caminata, en fin, todo el esfuerzo por sacar de la calle a un animal abandonado. Tanto vale la pena que aún hoy (profesionista, casada y con hijos) lo sigo haciendo aunque no quiera, pues ya muchas veces (por evitarme problemas con mi esposo, los mismos que alguna vez tuve con mis padres) me he propuesto no hacerlo más, pero sólo ir caminando por la calle, alguno comienza a seguirme, sin que yo lo haya llamado, como si de alguna manera percibiera que no puedo negarme a ayudarle, a sentir compasión y a comprometerme una vez más a encontrarle un buen hogar.
Para mí no se trata de meras coincidencias, todo tiene una razón, y la mía es el gran apasionamiento e interés que desde pequeña he sentido hacia los animales (nuestros compañeros de viaje en este mundo), especialmente los caninos y los equinos. Yo creo que este vínculo, esta sensibilidad hacia ellos es un don, aunque para otros sea una maldición.
Desde pequeña mis padres me preguntan: "¿cuándo vas a dejar esa loquera tuya de andar recogiendo y acomodando perros?" Hoy más que nunca puedo decir: "¡Nunca!". La satisfacción de ayudar a un animal a que tenga una mejor vida es inigualable y es parte de mi forma de ser y de vivir, pues los animales me han enseñado a ser más humana, por irónico que pueda parecer.
En la medida en que seamos capaces de apreciar todas las formas de vida en su justa dimensión, nuestra propia vida cobrará valor y sentido en beneficio de todos los que habitamos el planeta.
Comparto las imágenes que conservo (físicamente) de algunos de los perros que he reubicado, incluyendo a Camila que vive conmigo, pues es la única que mi esposo aceptó. El resto de las imágenes, estarán siempre en mi pensamiento y en mi corazón, pues jamás olvidaré la incomparable fidelidad y gratitud que cada uno de ellos me manifestó.